martes, 28 de abril de 2009

LA LAVANDERA

Frágil, solemne, erguida. Todos los viernes aparecía con su cargamento de ropa limpia estibada sobre la cabeza.
Llegaba cansada bajo el peso de la ropa y de sus años. Debía caminar casi un Km atravesando el villorrio por su única calle, polvorienta en el verano y un lodazal en el invierno, que serpenteaba entre la veintena de sencillas casas de madera que constituían su población.
El color de su vestimenta, un faldón que sólo dejaba asomar los zapatos, una blusa o chaleco dependiendo de la estación y el infaltable rebozo, sólo variaba entre distintos tonos de café.
Se quedaba descansando largamente en nuestra casa. La prisa no constituía parte de su ser.
Hablaba casi susurrando y las conversaciones con mi madre se prolongaban por horas mientras se servía mate, pan remojado en leche o me sorprendía con su habilidad para comerse una manzana raspando pacientemente su interior con una cuchara, dejando intacta la cáscara.
Cuando llegaba el momento de irse, tomaba su nueva carga de ropa y equlibrándola sobre la cabeza desandaba el camino por el cual había llegado.

German Shultz.

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